Op-ed / Counterpoint

Los problemas de ver la evolución como una “Marcha del Progreso”

La idea de que la evolución es una jerarquía de complejidad con los humanos en la cima acecha en todo, desde las clases de biología hasta la política. Es hora de desaprender esta visión falsa y dañina.
Un cartel muestra siete figuras animadas caminando en fila bajo un texto que dice “El imaginativo camino hacia el Homo Sapiens”. Las figuras aumentan de tamaño desde un pequeño simio a la izquierda hasta un hombre actual a la derecha.

Las visiones simplistas y lineales de la evolución presentan incorrectamente a los humanos como más evolucionados que otras especies y a menudo revelan prejuicios raciales al representar tonos de piel progresivamente más claros.

Sumit Kumar Singh880/Wikimedia Commons

Herschel Walker, LA ANTIGUA estrella del fútbol americano reconvertido en candidato al Senado de EE.UU. por Georgia, saltó a los titulares cuando recientemente preguntó en una actividad de campaña en una iglesia: “Si la evolución es real, ¿por qué sigue habiendo simios?”

Los creacionistas siguen haciéndose eco de esta castaña, a pesar de haber sido definitivamente desacreditada. Los antropólogos han explicado en repetidas ocasiones que los humanos modernos no evolucionaron a partir de los simios, sino que ambos evolucionaron a partir de un antepasado común que, según las pruebas fósiles y de ADN, vivió hace entre 7 y 13 millones de años.

Pero la pregunta de Walker plantea una cuestión más amplia y oportuna que generalmente escapa al reconocimiento incluso de algunos científicos y educadores.

Una pregunta más fructífera podría ser: “Si la evolución es cierta, ¿por qué sigue habiendo humanos?” ¿Por qué se considera casi universalmente que nuestra especie es el punto final lógico de la evolución, y que todas las demás especies son desvíos inferiores o marcadores de posición temporales en una marcha inevitable hacia la humanidad?

Esta visión predeterminada, tan difícil de refutar, de la evolución ha quedado tan definitivamente desacreditada como la pregunta de Walker sobre los simios. Sin embargo, sigue teniendo eco en la educación, la política, las empresas, los esfuerzos de conservación y los comportamientos de la gran mayoría de los habitantes de los países occidentales industrializados.

No es necesariamente sorprendente que los no científicos vean la historia de la Tierra como una progresión hacia niveles más altos de complejidad, siendo el ser humano el más complejo. Lo sorprendente es que en el pensamiento científico siga habiendo vestigios de esta visión.

Los profesores de biología rara vez se dan cuenta de que subyace en las lecciones de que los corazones de cuatro cámaras “suceden” a los de tres, o de que las simples células flamígeras urinarias de los gusanos planos y los nefridios de las lombrices de tierra “dan lugar después” a los túbulos renales de los animales “superiores”. Como si los seres humanos fueran el punto de referencia para medir todas las características y el desarrollo de órganos más parecidos a los humanos fuera un indicador primordial del avance evolutivo.

Peor aún, la visión de la complejidad progresiva sigue infectando la antropología. Lo ejemplifica la icónica “Marcha del Progreso”, una secuencia lineal de simios desplomados que acaban siendo suplantados por humanos erguidos. Y persiste en la idea de que ciertas poblaciones humanas ancestrales “inferiores” dieron lugar y fueron sucedidas por personas más complejas, a las que a menudo se representa con tonos de piel más claros.

La gente debe desaprender esta idea de que la diversidad biológica es una escalera ascendente de complejidad, con los humanos en la cima y las especies no humanas como transiciones imperfectas y seres inferiores. El principal resultado de esta visión errónea del mundo es nuestra indiferencia por el entorno natural, que —a través del cambio climático, la destrucción del hábitat y la pérdida de biodiversidad— sigue causando consecuencias desastrosas tanto para los humanos como para los no humanos.

El paleontólogo Steven Jay Gould criticó las representaciones, a veces absurdas, que la cultura pop hace de la evolución como una escalera de progreso.

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LOS MICROBIOS SIEMPRE HAN GOBERNADO EL MUNDO

El ser humano es pariente no solo de los simios, sino de todos los seres vivos. Como todas las demás formas de vida, el ser humano evolucionó a partir de microbios unicelulares. El último ancestro común universal(LUCA) de todos los seres vivos de la Tierra fue un organismo parecido a una bacteria que surgió hace unos 4.000 millones de años. Todas las especies vivas actuales evolucionaron de ese microbio y están igualmente alejadas de él.

Imaginemos un árbol gigante con un tronco enorme, muchas ramas grandes que dan lugar a numerosas ramas y una hoja en el extremo de cada ramita. Los seres humanos representamos una hoja. Nuestros antepasados, extintos hace mucho tiempo, corresponden a hojas caídas. Cada hoja es una especie única. Cada una ha recorrido la misma distancia desde la base del árbol o, dicho de otro modo, desde los orígenes bacterianos de la vida hasta el presente.

La ciencia suele enseñar que la “Era de los Peces” del Devónico condujo a la “Era de los Reptiles” del Mesozoico, seguida de la “Era de los Mamíferos” del Cenozoico, que culminó en nuestro actual Antropoceno, la “Era de los Humanos”. Sin embargo, como sostenía el paleontólogo Stephen Jay Gould en su libro de 1996 Full House, la aparente tendencia hacia la complejidad es un espejismo. Por el contrario, la Tierra ha permanecido, desde que apareció la vida, en una “Era de las Bacterias” debido tanto a su asombrosa abundancia como a su abrumadora influencia sobre todos los demás organismos.

¿Quién puede decir que las mariposas o los delfines no están “más evolucionados” que los humanos?

Hay que tener en cuenta que las bacterias hacen innumerables cosas que los humanos no pueden hacer, como orientarse mediante campos magnéticos, enquistarse para sobrevivir cientos de años en “animación suspendida” e incorporar fragmentos de ADN dispersos por su entorno. Muchas bacterias fabrican su propio alimento mediante quimiosíntesis o fotosíntesis. Otras brillan en la oscuridad, sobreviven en el fango anóxico o en agua hirviendo, o recogen partículas metálicas para protegerse de entornos tóxicos y radiactivos.

Las personas seguimos dependiendo de bacterias “simples” para digerir nuestros alimentos y producir vitaminas en el intestino, cosas que los humanos no podemos hacer por nosotros mismos. Los microbios dominan el interior y el exterior de nuestro cuerpo. Su inmenso impacto en la salud humana —tanto positivo como negativo— es subestimado a nuestro propio riesgo.

NO HAY CRIATURAS SUPERIORES O INFERIORES

El naturalista Charles Darwin se escribió a sí mismo una nota: “Nunca uses las palabras superior o inferior”. Los simios no aparecieron solo para transformarse en humanos. Tampoco los reptiles evolucionaron únicamente para dar lugar a los mamíferos, ni los peces a los anfibios.

Las ranas son perfectamente felices siendo ranas. No son criaturas frustradas a las que se les impide alcanzar la humanidad. Además, las ranas tienen muchas adaptaciones de las que carecen los humanos. ¿Puede usted permanecer sentado bajo el agua durante horas o implusar la lengua fuera de su boca? Los corazones incompletamente divididos de las ranas suelen considerarse transiciones improvisadas, pero desvían la sangre de los pulmones a la piel, donde las ranas pueden obtener suficiente oxígeno para mantener su bajo metabolismo mientras descansan bajo el agua. Los rasgos que la gente suele considerar “imperfectos” permiten a otras especies alcanzar resultados que los humanos nunca podrían lograr.

Pero no son solo las ranas, las bacterias y los simios los que se consideran “menos que” en la típica historia evolutiva. Incluso otros homínidos —nuestros antepasados más cercanos— reciben poca atención. Después de ver los interminables memes de la “Marcha del Progreso”, uno podría llegar a la conclusión de que los protohumanos existieron en un camino recto y estrecho hacia cazadores de cuerpo más grande y cerebro más grande que sustituyeron directamente a sus antepasados más pequeños y vegetarianos. Esto no es cierto.

Una fotografía muestra moho amarillo lleno de baches que cubre por completo una rama de un árbol y un pequeño insecto negro sentado cerca de la parte superior.

Aunque los mohos del limo no tienen neuronas, estos sofisticados organismos unicelulares pueden resolver laberintos y fusionarse en colonias multicelulares cooperativas.

Ryan Hodnett/Wikimedia Commons

Los robustos australopitecinos herbívoros, a veces clasificados en el género Paranthropus, siguieron existiendo durante al menos un millón de años o más después de que aparecieran los carnívoros más pequeños del género Homo. Las especies arcaicas de Homo no desaparecieron justo cuando aparecieron los humanos anatómicamente modernos, y los neandertales tenían cerebros que eran por término medio más grandes que los de nuestras especies más gráciles.

Los antropólogos que estudian la diversidad genética han aprendido lo frágil que es la humanidad: durante múltiples cuellos de botella” poblacionales, nuestros antepasados estuvieron a punto de extinguirse. La vida nunca ha consistido en alcanzar la humanidad. Los humanos evolucionaron como resultado de contingencias fortuitas y mutaciones aleatorias.

Como argumentó Gould en su famoso libro de 1989 Wonderful Life, si “la cinta de la evolución retrocediera”, los humanos podrían no reaparecer. El mundo sería diferente si los humanos no hubiéramos evolucionado, pero las ranas y las mariposas estarían mejor, sobre todo teniendo en cuenta la frecuente indiferencia de la humanidad por el bienestar de la Tierra y sus habitantes.

Nadie duda de que el ser humano es especial, único. Al fin y al cabo, somos los únicos (que sepamos) que reflexionamos sobre la evolución, por no hablar de crear sinfonías y rascacielos. Pero eso no es decir mucho: todas las especies son únicas, de lo contrario no serían especies distintas por derecho propio. Cada especie puede hacer cosas con las que los humanos solo sueñan, ya sea volar o sumergirse en las profundidades marinas.

En verdad, ¿quién puede decir que las mariposas o los delfines no están “más evolucionados” que nosotros?

EL AUGE (¿Y LA CAÍDA?) DEL ANTROPOCENTRISMO

Tal vez estas visiones inexactas del progreso inevitable surgieron en gran parte debido a la extraña circunstancia actual en la que el Homo sapiens es el único homínido que queda en pie, una condición totalmente diferente a la mayor parte de la historia humana y prehumana.

Las personas piensan de forma categórica por naturaleza y están preparadas para ver diferencias en lugar de similitudes entre los seres humanos y otros animales. Además, numerosos estudios demuestran que las personas son instintivamente teleológicas: tienden a ver el progreso impulsado por objetivos en todas partes, desde una edad muy temprana. Esta tendencia universal es independiente de la cultura y fuerte incluso entre los científicos, aunque sin duda se ve reforzada por el condicionamiento cultural.

En particular, esta visión de nuestra especie como el logro supremo y la culminación inexorable de la historia de la Tierra es un producto de la tradición filosófica y religiosa occidental, que se remonta más a Aristóteles que al Australopithecus. Mucha gente subestima hasta qué punto esta visión ha alimentado y ha sido alimentada por la fe judeocristiana y la sensibilidad científica occidental. El esencialismo de Platón (con su énfasis en las formas perfectas frente a las imperfectas) y la scala naturae de Aristóteles (un sistema de clasificación jerárquica de los animales) son los cimientos de la visión antropocéntrica occidental del mundo.

A woman in a forest stands in front of a large tree trunk and looks up at the treetops.

Elisa Lesilele, voluntaria de un grupo de 550 mujeres indígenas samburu de Kenia, intenta proteger el bosque de Kirisia de la quema de carbón mediante la concienciación medioambiental.

Siegfried Modola/Getty Images

A medida que la cultura occidental supera y amenaza con erradicar muchas culturas indígenas, las personas que viven en sociedades industrializadas a menudo no ven que el antropocentrismo no es más que una forma de ver el mundo. Religiones como el jainismo y el budismo son menos antropocéntricas que las tradiciones religiosas abrahámicas. Pero siguen siendo menos ecocéntricas que el taoísmo filosófico y la mayoría de las cosmovisiones aborígenes y de los nativos americanos, que suelen situar toda la vida en igualdad de condiciones.

En numerosas culturas indígenas, la humanidad no existe en una plataforma elevada desde la que mira por encima del hombro a otras especies. Hay modestia y equidad. Hay aprecio y gratitud por toda la naturaleza, en lugar de la sensación de que la naturaleza existe únicamente para beneficio de la humanidad, para usarla y despilfarrarla como mejor le parezca (o quizá no le parezca).

REIMAGINAR LA “MARCHA DEL PROGRESO”

La visión de la “marcha del progreso” implica erróneamente que la naturaleza, tras haber llegado con éxito a la humanidad, puede detener su misión. Implica que la evolución termina inexorablemente con nosotros. Pero la antropología enseña que la evolución continúa a buen ritmo, y que es tan probable que el H. sapiens siga evolucionando como cualquier otra especie que sobreviva para ver otro día.

Así pues, quizá la mejor réplica a Herschel Walker y a las personas de ideas afines sea preguntarse por qué, si la evolución es cierta, los humanos no desarrollamos todo nuestro potencial. ¿Por qué todas las personas no utilizan plenamente sus impresionantes cerebros y su cacareada previsión? ¿Por qué no aceptan y abrazan la ciencia? ¿Por qué algunos desprecian a otras especies como inferiores? ¿Por qué no se preocupan por todos los seres vivos?

En esta era del Antropoceno, en la que el H. sapiens deja su pesada e indeleble huella hasta en el último rincón del planeta, la humanidad debe seguir evolucionando, sobre todo en las perspectivas. Todos los pueblos deben aprender a aceptar lo que la ciencia demuestra claramente: que la nuestra es simplemente una entre muchas especies extraordinarias, y que la humanidad debe ser vista como una parte de la naturaleza —no aparte de ella—.

Puede que la nuestra sea una especie singular, pero el nuestro es también un planeta singular, el único conocido que alberga vida preciosa. Para garantizar que la fascinante historia de la humanidad no acabe trágicamente, todas las personas deberían contarla no con arrogancia, sino con humildad.
Alexander Werth enseña biología, antropología y escritura en el Hampden-Sydney College de Virginia. Estudió zoología, antropología y filosofía en la Universidad de Duke y se doctoró en biología organísmica y evolutiva en la Universidad de Harvard, especializándose en anatomía de mamíferos. Werth investigó en el Centro de Primates (ahora Lemur) de Duke y en el Centro Regional de Primates de Nueva Inglaterra.
Sus investigaciones se centran también en la morfología funcional de los mamíferos marinos (en concreto, la alimentación en ballenas dentadas y barbadas) y la evolución de estructuras complejas. Sus trabajos académicos se han publicado en numerosas revistas especializadas y se han destacado en medios de comunicación populares. Actualmente está escribiendo un libro sobre los peligros del pensamiento teleológico.
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