Essay / Culture Lab

Cómo “convivir” con un volcán activo

Las formas en que los pobladores andinos se han adaptado a un volcán vecino podrían ofrecer lecciones a otras comunidades para replantear los riesgos y responder a los desastres naturales.

Tungurahua, un volcán activo en Ecuador, yace en medio de comunidades agrícolas que han habitado junto a él durante generaciones.

A.J. Faas

A medida que la cordillera de los Andes atraviesa Ecuador, se eleva hasta el pico Tungurahua. El nombre proviene del idioma Kichwa, hablado por algunas de las comunidades indígenas de Ecuador, y significa “Garganta de Fuego”, que es apto para un volcán que se eleva a más de 5.000 metros hacia el cielo. Ha estado activo durante los últimos 20 años más o menos, lo que ha resultado en erupciones espectaculares y devastadoras, con flujos de lava y columnas masivas de ceniza volcánica.

Pero algunos habitantes del cantón Penipe, el distrito territorial que bordea el volcán, le dan a Tungurahua otro nombre: abuela. Ven el volcán como una ardiente matriarca familiar. Viven y cultivan en aldeas que salpican sus empinadas laderas, tal como lo han hecho generaciones de sus familias antes que ellos, y no soñarían con vivir en otro lugar.

Es una perspectiva que desconcierta a los forasteros. En 2011, cuando el antropólogo A.J. Faas asistió a una reunión entre personas desplazadas por las erupciones y los líderes del cantón, no esperaba una súplica apasionada de los pobladores por regresar a sus tierras aún humeantes.

Faas había acompañado a Pablo Sánchez, un agricultor y presidente de larga data de la comuna de Manzano, quien presentó varias quejas a los funcionarios regionales. Pero la máxima prioridad de Sánchez también tomó por sorpresa a los funcionarios. Les pidió que levantaran una designación de “alto riesgo” en el cantón de Penipe, en la zona que incluye a Manzano y otras comunidades que bordean al volcán. Con esa designación, se quejó Sánchez, era imposible obtener ayudas y créditos para reconstruir la zona y regresar a casa.

La comuna de Manzano y otras comunidades se encuentran en las cercanías de Tungurahua. Tras las erupciones de 1999 y principios de la década de los años 2000, el gobierno trasladó a muchos residentes a ciudades más alejadas, como Penipe.

“Los funcionarios gubernamentales estaban absolutamente perplejos”, recuerda Faas, quien trabaja en la San José State University, en California.

Faas también quedó confundido, aunque los desastres naturales no son desconocidos para él. Este otoño, cuando su ciudad de San José, en California, estaba rodeada por incendios forestales, él no tuvo que evacuar, pero sí fue un buen recordatorio de que era hora de actualizar su mochila de emergencia en caso de un terremoto.

Originalmente, Faas fue a Ecuador para estudiar el desplazamiento y el reasentamiento relacionado con las recientes erupciones del volcán. Inesperadamente, descubrió una historia de resiliencia, incluidas las formas en que los lugareños enmarcan su relación con estas circunstancias que resultan atemorizantes para quienes no son parte de esta comunidad.

Su enfoque podría contener lecciones valiosas, particularmente en el valor de dar a las comunidades locales poder para responder a desastres—sean estos una pandemia, disturbios sociales, incendios o inundaciones—en lugar de imponer soluciones desde afuera.

“El volcán no es un terror”, dice Sánchez. “Nuestras generaciones también están capacitadas para unas próximas erupciones”.

De hecho, Sánchez, y muchos otros, saben bien que Tungurahua volverá a entrar en erupción, aunque no pueden adivinar cuándo.

Por buena parte del siglo XX, Tungurahua había permanecido dormido. La última gran erupción del monte había arrojado rocas ardientes y gases entre 1916 y 1918. Algunos aldeanos dicen que ya para la década de 1990 sus comunidades habían olvidado los signos de actividad inminente y las respuestas apropiadas ante las erupciones.

El recordatorio llegó violentamente en 1999, cuando Tungurahua entró en erupción. Durante años, las erupciones continuaron, arrojando una columna de ceniza de 3.000 metros de altura y catapultando fragmentos de rocas a las aldeas y campos agrícolas cercanos.

Aproximadamente 6.500 personas fueron desplazadas, algunas de las cuales fueron trasladadas a la fuerza por el ejército y la policía. Los evacuados vendían ganado y patatas que habían traído de sus hogares a precios bajísimos. Algunos pasaron años en refugios improvisados, como sótanos de iglesias o escuelas. Otros emigraron a las ciudades.

A fines de 2005, cuando el volcán pareció calmarse, alrededor de 3.000 personas habían regresado a casa. Pero en 2006, Tungurahua estalló aún más violentamente, dos veces, desplazándolos por segunda vez. Entre las dos erupciones en julio y agosto de ese año, muchas personas se resistieron a irse, construyendo campamentos justo debajo de sus aldeas, pero la Defensa Civil les prohibió regresar permanentemente.

Habitantes de la comuna de Manzano trabajan en la casa comunal del pueblo, con el volcán de fondo.

El gobierno y las organizaciones no gubernamentales, en lugar de invertir en la remodelación de las áreas más cercanas al volcán, comenzaron a construir nuevos asentamientos a 10 kilómetros o más de distancia. Fueron estos cambios los que atrajeron a Faas a la región por primera vez en 2009.

Eventualmente, 287 hogares se trasladaron al centro urbano de Penipe, la cabacera del cantón, sin espacio para cultivar. Otros terminaron en el asentamiento de 45 viviendas de Pusuca, donde se les concedió media hectárea a cada uno. Sin embargo, gran parte estaba cubierta por bosques y era tierra difícil de cultivar, además, las facilidades de irrigación no se completaron hasta 2013.

Acostumbrados a cultivar gran parte de sus propios alimentos, a los evacuados les costó adaptarse a una economía exclusivamente de compra y venta. El gobierno trató de ayudar, ofreciendo intercambiar nuevas tierras en otro lugar por terrenos en las faldas del volcán, pero los aldeanos se resistieron, dice Faas. “La gente pensaba que estaban tratando de robarles su comunidad, su patrimonio”.

Las evacuaciones y reasentamientos tuvieron más impacto que las mismas erupciones. “La vida de la ciudad, para ellos, era tan o más peligrosa que el volcán,” explica Faas.

De hecho, ya para 2009, muchos habitantes de las faldas del volcán hacían viajes regulares a casa, incluso solo para cuidar sus terrenos durante el día, a pesar de la continua lluvia de cenizas que llenaba sus pulmones, arruinaba sus cultivos y enfermaba a sus animales. En 2011, cuando solicitaron a los funcionarios que eliminaran la designación de “alto riesgo”, aún deseaban regresar de forma permanente.

Y alrededor de 2013, Faas comenzó a escuchar a los lugareños usar un nuevo término—convivir—que describía una forma de “vivir con” el volcán y los vecinos a pesar de los riesgos percibidos por las autoridades. En 2016, Tungurahua empezó una etapa de inactividad, con la que los lugareños regresaron a las lomas para poner en práctica esa idea.

Quienes viven alrededor del volcán usan el término convivir para describir la forma en que se adaptan a su vecino volátil mientras mantienen sus costumbres y estilo de vida.

Convivir con un peligro potencial, como lo hacen los nietos del Tungurahua, invoca un concepto complejo. “Es una metáfora, es un proyecto político y es un conjunto de actividades”, dice Faas. El enfoque abarca todo, desde simulacros de evacuación hasta mejorar los suelos cubiertos de ceniza. Incluye el cultivo de alimentos, el cuidado de los animales y la reconstrucción de la infraestructura en las laderas del volcán. La cooperación comunitaria es una parte fundamental de esto, dice Faas.

Convivir permite que la gente conserve su hogar. “Eso es de suma importancia para ellos”, dice Faas. “Están tan íntimamente ligados a la tierra como entre ellos mismos”.

Lo más importante es que la gente reconoce al volcán como parte de su comunidad, incluso llamándolo abuelita, un término de cariño. Los vecinos del volcán de hoy notan que sus padres le decían a Tungurahua mamá, pero a medida que esa generación envejecía, su poderoso vecino ganó un título más maduro. (La creencia tradicional sostiene que Tungurahua es la pareja de un volcán vecino, el Chimborazo).

Los pobladores han trabajado con el gobierno y otras agencias para prepararse para futuras erupciones. En colaboración con el Instituto Geofísica de la Escuela Politécnica Nacional en Quito, monitorean a la abuela en busca de señales de erupciones inminentes.

El instituto utiliza sismómetros para monitorear los movimientos telúricos asociados con las erupciones, pero una red local de varias docenas de vigías también contribuye con su comprensión profunda basada en su larga familiaridad con su volcán. Como dice Faas: “Ellos saben distinguir entre una explosión cotidiana y aburrida, de una explosión de ‘¡Mierda, sal de aquí!’”.

Estos observadores locales utilizan radios para comunicarse entre sí y con el Instituto Geofísico, y están listos para advertir a los aldeanos si necesitan huir. Si eso sucede, los residentes están preparados. En colaboración con la Secretaría de Gestión de Riesgos, han realizado simulacros de evacuación.

Kate Browne, antropóloga cultural de la Colorado State University, en Fort Collins, quien también estudia los cambios sociales y el conocimiento cultural involucrados a medida que las comunidades se adaptan a los desastres, dice que el concepto convivir es “muy provocativo, fascinante e importante”.
Una lección que extrae de las observaciones de Faas es el beneficio de empoderar a las personas a nivel local, en lugar de centrarse en las soluciones impuestas por el gobierno. Faas y Browne creen que los enfoques que dan poder y control a los locales son los más efectivos. “Si hay algo que los antropólogos han aprendido”, dice Browne, “es que todos compartimos este reconocimiento de la increíble importancia del poder de le gente”.

Los vigías (que se muestran aquí) han colaborado con el Instituto Geofísico en Quito para monitorear el volcán en busca de señales de actividad.

Por ejemplo, el complicado esfuerzo de reubicación en el cantón Penipe ilustra los límites de las soluciones de arriba hacia abajo que carecen de conocimiento local. Otro ejemplo proviene de un plan dirigido por el gobierno para fomentar el cultivo de cebollas blancas resistentes a las cenizas en las laderas de Tungurahua después de la erupción de 2006. La medida resultó en una sobreabundancia de cebolla, inundando los mercados de tal manera que gran parte de la cosecha se echó a perder.

Browne observa que la importancia del control de la gente local es relevante para muchas comunidades afectadas por desastres en todo el mundo. Recientemente, hizo un caso de la importancia del conocimiento local y la conciencia cultural en la planificación de los esfuerzos de recuperación ante los representantes de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de EE. UU.

“Cuando los forasteros reconocen a la gente local como colaboradores, y cuando los grupos locales pueden ejercer más control”, afirma Browne, “se recuperan más rápido y más plenamente”.

El año 2020 dio al mundo un exceso de desastres, tanto naturales como provocados por el hombre. La pandemia de COVID-19 ha creado algo más con lo que los habitantes de Penipe deben convivir. A principios de diciembre, dice Sánchez, dos personas de Manzano, que tiene alrededor de 50 hogares, se habían enfermado. Ambos fueron hospitalizados, pero luego se recuperaron.

Los autobuses dejaron de funcionar durante un período durante la pandemia, lo que dificultó la obtención de los suministros necesarios, como fertilizantes. En respuesta, la gente de Manzano, dice Sánchez, puso fe en Dios y en sus comunidades. “Tenemos que cuidarnos, de una manera o de otra,” dice. Por ejemplo, para reemplazar los autobuses, el propio Sánchez transportó a los aldeanos en su camioneta.

Los pobladores de Manzano han organizado y entregado paquetes de cuidado doméstico con alimentos y suministros para ayudar a los vecinos a sobrellevar la pandemia.

Faas también ha establecido una relación con los pobladores, ha ayudado con proyectos de construcción y ha asistido a reuniones comunitarias. (Sánchez lo apodó cariñosamente Gringo Loco por su afán de participar en la vida de la comunidad. En Penipe, algunos le dicen El Pollito, en referencia a su forma de bailar). Para enfrentar el coronavirus, Faas trabajó con los pobladores para organizar paquetes de ayuda con máscaras y productos básicos para el hogar. Las lágrimas brotan de los ojos de Faas y Sánchez, cuando Sánchez expresa cuánto la gente extraña a Faas y aprecia sus esfuerzos.

Y, como siempre, la abuela excitable de Penipe proyecta una larga sombra. Muchos pobladores creen que su sistema de monitoreo y preparación para la evacuación les permitirá mantener sus hogares mientras les protege de la inevitable actividad volcánica futura.

Viven donde quieren vivir, y cuando los visitantes se abalanzan sobre cada eructo o estornudo de la abuela, las vigías se ríen fuertemente en respuesta.

Amber Dance

Amber Dance es una galardonada periodista científica independiente que vive en el sur de California. Obtuvo un Ph.D. en biología de la Universidad de California, San Diego, antes de volver a capacitarse como periodista en la Universidad de California, Santa Cruz. Disfruta cubriendo temas más allá de su zona de confort en las ciencias de la vida y contribuye a una variedad de publicaciones. Síguela en Twitter @amberldance.

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